Los Shuroles

En el barrio da igual un muerto más sea de bala o de olvido. Van y vienen las viudas y los solitarios rebuscándose su sustento y nos importa un corno. Este, del que hablo, no es un muerto cualquiera. Quizá no era el último de los mohicanos pero de seguro sí era el último de los Shuroles, o por lo menos eso decía y yo nunca tuve motivos para dudarlo. Su gente, tumultuosa, arenera, ambrosia de Algeciras en Bogotá, puñetera de la Baixada fluminense, gustaba, como todos los perdidos, de aparearse bajo la luna llena y también, como todos, quería creer que más allá del horizonte donde enredan la lengua la vida era mucho más llevadera que en su tierra. Uno a uno fueron quedándose los Shuroles en el camino. Las mujeres nuestras son nuestras no del mundo, proclamaban celosos y perversos los viejos de los viejos condenándolas al incesto y a la imaginería de pensar cómo, cuándo, qué tienen de diferente los yuqueles que nos son prohibidos. Las constantes fronteras y alcabalas los fueron desgastando. Las gestas de grandeza que se cantaban a gritos frente al fuego se transformaron por la inercia banal de la sobrevivencia en oraciones repetitivas que no infundían orgullo.

Los nombres Shuroles se decían bajito y en secreto. Entregar el nombre era como entregar el alma, platicaba borracho el shurol ahogado de alcohol del 90, mitad fuego mitad veneno. Una de las tantas luchas intestinas que infestan los países miserables del continente los señaló como al enemigo común fumigándolos como a moscas aterradas. El shurol, sobreviviente entre los sobrevivientes, recordaba una montaña de nieve, una larga noche que aún cubre los mundos que habitamos y la mano aterida de una shurola también sobreviviente que se extendía a la suya en busca de sustento. Ella era hija del tío del sobrino de un shurol emparentado con su casa que como un leño enorme había ardido en el centro de la plaza de Bolívar en la Santa fe del odio. Es sencillo empujar a la masa muda y doblegada a la barbarie, lo imposible es llevarla al amor, decían los Shuroles viejos recordando como alguna vez ellos fueron los dueños del amanecer y de la noche. Somos los Andes, somos la Quebrada del Yuro, somos el nido del cóndor, repetían su letanía americana camino del olvido los Shuroles muriéndose en silencio en las cloacas, en los despeñaderos y en los calabozos clandestinos.

Lentos, arduos, como es la entrega, renovaron la alianza original que los primeros Shuroles habían establecido muchas lunas atrás

El shurol y la shurola, rosas de sangre en el Ackonqhawaq, con los pies desollados se dijeron los nombres en los labios. Ankú, dijo él en un susurro entregándose todo. Yanka, respondió ella sobre el centinela blanco y reventados de frío. Lentos, arduos, como es la entrega, renovaron la alianza original que los primeros Shuroles habían establecido muchas lunas atrás cuando aún estaban calientes las piedras y los pájaros. Bordeando por poblados de mierda repletitos de iglesias y de cementerios atestados preguntaron si habían visto a alguien con figura de cóndor, o en su defecto, si alguien había ardido como leño en mitad de la plaza y ante las carcajadas saludables y opulentas del sacerdote y de las viejas beatas, pero no encontraron respuesta. Ojos al piso, espaldas que corrían y rumores que los señalaban con malas intenciones fue todo lo que encontraron. Ankú, para los demás hombres de la tierra José, y Yanka, para las demás mujeres de la tierra María, consternados iban día a día perdiendo la esperanza de encontrar vivo a alguien de su raza. Los pocos que quedaban se negaban sistemáticos a regar su simiente en una tierra de odio y las mujeres poseídas a la fuerza por los yuqueles que todo lo arrasan preferían desgarrarse el cuello antes de sentir como dentro de sus cuerpos de maíz y de barro crecía el odio.

Yanka, perla preciosa, desde su sonrisa que acaricia, desde sus piernas que son árboles, apretaba fuerte a su hombre y al oído le hablaba en su lengua de los brazos de un gran río por donde llegó su gente del frío al sol. Eran tantos que opacaron la luz del horizonte, y bailaban y cantaban y entonces el mundo era shurol y estaba en paz, y Yanka, en el eterno presente que los guarda, abraza y besa y en silencio unge las encallecidas manos de Ankú que se desgastan como todos los días rebuscándose el pan en una tierra de odio que es la tierra entera. Siempre expulsados de cada lugar, siempre extranjeros los Shuroles le dieron viaje al espejismo como todos. [/column] [column width=»47%» padding=»0%»] Caravanas empobrecidas y silenciosas formaban una marea de ida, nunca de vuelta, que atravesaba como un ejército invencible el suelo de países hostiles reclutando desesperados siempre con rumbo al norte. Puños de muertos pagaban el peaje que exigía la ignominia, y así, paso a paso, dejaron atrás las tierras rojas de Nicaragua, El Salvador, las fronteras inhóspitas y miserables de México y sus trenes de muerte. Ankú y Yanka, siempre José y María para el mundo, codo a codo se defendieron con uñas y con dientes en la guerra fratricida que enfrentaba a los más miserables entre sí.

Michoacán de alfileres en los ojos, Tijuana infernal, Piedras negras, Ciudad Juárez de mujeres calcinadas en mitad del desierto

Hordas malvivientes se echaban encima de los caminadores arrancándoles todo, que en últimas era nada, y al amparo de la noche y de las armas de fuego se replegaban al silencio y a la oscuridad que en tierras extranjeras más que un afrodisiaco es un infierno, es el laberinto donde juega la muerte. Veracruz indomable, Michoacán de alfileres en los ojos, Tijuana infernal, Piedras negras, Ciudad Juárez de mujeres calcinadas en mitad del desierto, los Shuroles recorrieron todos los purgatorios que llevan al paraíso buscándose el sustento. Malherido de vida Ankú recorría los precipicios de Yanka despinzando la mala hierba que a veces la cubría. Soles, tormentas, sequías pasaron sobre ellos que dos por tres perdían el rumbo negándose a sucumbir en la tormenta. Como una vida ajena Ankú solía recordar la tarde maldita cuando Yanka fue arrancada de sus brazos Shuroles y llevada muy lejos por una banda yuquel sedienta y aguerrida. Los minutos fueron largos siglos en las goteras mezquinas del ojo en el desierto que es Mexicali. Harto de tragar polvo y solito en el mundo Ankú después de muchas horas de recorrer la nada encontró a su Yanka sentada en un andén y mirando lejos, profundo adentro de ella miraba Yanka la shurola y con las ropas desgarradas. Ni las palabras, los besos, ni siquiera los cantos ni las historias antiguas lograron regresarla a este presente que nos lleva como un caballo salvaje entre sus patas. Generalmente los transeúntes son ajenos a todo, pero cuando más se necesitan son hostiles, y eso, como tantas veces, Ankú lo reconfirmó entre el calor de horno y el bullicio y entre el aire sucio que se traga y te empaña los ojos en la maldita Mexicali que se pudre entre el fuego. En silencio, más Shuroles que nunca, mitad cóndores mitad ratas de agua, Yanka y Ankú le dieron un camino al desierto y a la montaña y un par mas entre los caminadores salieron a la noche, al frío, a la deshonra saltando la frontera.

Horas agazapados en un matorral sintiendo los segundos deslizarse lentos como una turba de elefantes el silencio los confrontó, lo sé, con la necesidad de seguir vivos o dejarse morir. Yanka, nunca más flor en llamas, solo mutismo y un vientre que empezaba a crecer quizá shurol, quizá yuquel, se dejó llevar de la mano de Ankú con rumbo al norte sin poner resistencia. El sol muerde, rasguña, achicharra las carnes, y luego el frío. Con los pies en llagas y sin ganas de nada, después de dos días de caminar, agacharse, retroceder, ser escarnio y olvido, Yanka, la perla preciosa, al alba se tendió en la tierra y se dejó ir sedienta entre los pájaros negros que vomita la eterna noche negra de Arizona. Ankú, solo él, los demás caminadores los dejaron atrás y a la deriva, la vio erguirse en el viento, mitad cóndor mitad rata de agua, y sin decir adiós el río del tiempo se llevó entre sus aguas el último vientre shurol sin retorno posible. Otros caminadores, la procesión del hambre, con esfuerzo separaron a un Ankú adolorido de una Yanka que para ese amanecer ya estaba tiesa, hinchada, con los cabellos blancos de escarcha, y sin palabras le dieron tierra y una oración frugal. Bienaventurados arrastraron con ellos lo que quedaba de Ankú hasta dejarlo a nuestra vera en Long Beach, en la casa que madre levantó palmo a palmo y en donde compasiva, con la grandiosidad de los que nada esperan, ella curó sus heridas y le habló bien bonito en un idioma que llega hasta la entraña. Ankú hablaba poco, quedo se iba al trabajo y regresaba sin mayor aspaviento. La lluvia era la lluvia y el barro el barro en la mente de un Ankú que sin presagios nos sembró despacito en el vientre de madre. Luego se quedó quieto, se hizo viejo, una montaña blanca que se llevó al olvido la enorme nación que una vez se coronó de Andes y de danzas rituales camino al sol, al cóndor, al centinela blanco que cuida a los Shuroles.

José Manuel Rodríguez Walteros (Bogotá, Colombia) es un escritor que se radicó en California hace más de 20 años. Novela y cuento, a veces poesía, están en sus creaciones que han sido galardonadas aquí y allá. Premio Fernando de la Mora, en el Juan Rulfo, mención especial Casa de las Américas y Letras de Oro, entre otros, dan fe de su quehacer literario. Ha publicado Las Voces del Enigma, novela, No más canciones para los muchachos muertos, Los cantos de la noche son los cantos del East LA y Las historias del Descifrador, en cuento. Pertenece al grupo literario La Luciérnaga de Los Ángeles con el cual lleva añales luchando por darle un lugar de relevancia a la literatura en español hecha en Estados Unidos.

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