TINTA ROJA: El beneficio de la duda

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En algunas tribus africanas, cuando un miembro siente que le queda poco tiempo de vida, le cuenta la historia de su tribu a una piedra, porque creen que éstas guardarán a buen recaudo el recuerdo, y no sólo lo retendrán con su memoria, sino que, tal vez, cuando un viajero pase por aquel lugar y se tumbe a descansar, soñará con una historia que, casualmente, se asemejará bastante a la de su tribu, porque la piedra tendrá el placer de contarla. La memoria de lo que acontece en las sociedades debe estar viva, para que sea un libro abierto del que aprender. El hombre es el único animal que tiene la oportunidad de hacer suyas las experiencias de otro, y con ellas, crear en su propio ADN una enseñanza para transmitir a futuras generaciones.

Dice el Talmud que “no vemos al mundo tal como es, sino tal como somos”; quizás por este motivo es por lo que las historias que nos han legado nuestros antepasados, y las que nosotros mismos estamos escribiendo, se ven sesgadas por la vivencia, por la opinión, y por las mil y una influencias que recibimos en todo momento. Siempre hemos escuchado que la historia está escrita por los vencedores, por lo que difícilmente podremos tener una idea concreta de lo que en realidad fue, más allá de la forma en la que lo vieron aquellos que se decidieron, y tuvieron la oportunidad, de contarla. Con nuestros ojos podemos contemplar una mínima parte de “lo que es”, al igual que el hombre es capaz de acceder a un 4% (ya que quisimos darle un número al porcentaje) de todo el universo conocido. El problema surge cuando el hombre, en su afán por creer que es capaz de contemplar la realidad, no se da cuenta de que, lo que observa, es tan sólo un ápice de tiempo, una perspectiva de otras infinitas formas de contemplar el mismo suceso. Y ante la aparición de la diversidad, de las diferentes “mirillas” por las que acomodar al ojo para ver el presente, aparece también una apertura que nos hace partícipes de comprender y entender la opinión del otro.

La más dura de las realidades es creer que sólo existe una realidad. Y entre los “medicamentos” más efectivos contra este vicio, está el ejercicio de la duda. En los colegios se enseña gramática, aritmética, biología y otras tantas materias que, posiblemente, enriquecerán al alumno en su medida; sin embargo, no enseñamos a nuestros hijos o alumnos a dudar de lo establecido, a que pongan el contrapunto de la visión que se muestra como irrefutable. ¿A qué tenemos miedo? ¿A perder los pilares de aquello que construimos sobre la base de nuestra realidad? El hombre busca la estabilidad, y en la duda se desequilibra, se pierde. Por eso, en estos tiempos en los que están cayendo las grandes torres cimentadas por siglos, nos encontramos divagando, buscando, desesperados por encontrar ese punto fijo que nos permita asirnos a una norma, a una ley que aclare la confusión. Nos movemos de una ideología a otra, convenciéndonos, por interés propio, de que alguna de las dos será la buena; cuando interiormente sabemos que ninguna de ellas puede ser positiva, mientras sea excluyente, mientras no contemple la libertad de los demás.

El ser humano, llegado a este punto, debe comprometerse a aprender a vivir en la inestabilidad como parte del juego que significa vivir; porque de otro modo, no podremos dejar esta historia particular de sufrimiento constante. Dudar de la historia pasada no significa negarla, sino todo lo contrario: significa ampliarla, llenarla de las historias de muchas otras gentes que las vivieron de formas diferentes. Y en el enriquecimiento de nuestro pasado, está también la riqueza de nuestro presente.

Laura Fernández Campillo. Ávila, España, 07/10/1976. Licenciada en Economía por la Universidad de Salamanca. Combina su búsqueda literaria con el trabajo en la empresa privada y la participación en Asociaciones no lucrativas. Sus primeros poemas se publicaron en el Centro de Estudios Poéticos de Madrid en 1999. En Las Palabras Indígenas del Tao (2008) recopila su poesía más destacada, trabajo este que es continuación de Cambalache, en el que también se exponen algunos de sus relatos cortos. Su relación con la novela se inicia con Mateo, dulce compañía (2008), y más tarde en Eludimus (2009), un ensayo novelado acerca del comportamiento humano.

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