La exmujer del judicial de Tijuana

Hace un par de años, conocí por casualidad a la exmujer de un judicial. En ese entonces trabajaba como secretaria de un buen amigo mío, al que a veces solía visitar para que me ayudara con un proyecto escolar.

La exmujer del judicial se mantenía siempre muy guapa, vestía impecablemente, aunque para ser sinceros, con su cuerpo y estatura podría verse bien hasta metida en un costal de harina.

Seguramente el judicial la conquistó siendo ella muy joven. Podía deducir lo anterior viendo las fotografías de sus hijos, ya casi adolescentes, que se encontraban repartidas estratégicamente sobre una gaveta detrás de su escritorio.

Un día, mientras esperaba a mi amigo en la recepción de su oficina, la ex del judicial me empezó a contar su vida de la nada. O quizás le pregunté por el color de sus uñas y ese fue el banderazo para que me hablara de cosas, que yo la verdad no tenía ningún interés en escuchar.

Era de Hermosillo, ahí había ido a la Universidad, solo hasta el primer semestre de contabilidad, porque enseguida había conocido al hombre, que según ella le rogó por meses para que saliera con él. De los ruegos había pasado a las flores, después a los regalos, y finalmente a un “bueno pues vamos a salir” por parte de la jovencita que para entonces ya estaba bien enamorada del judicial.

“Siempre llegaba por mí en unos carrazos”, me decía con el rostro que pone toda la gente cuando se pone en estado de ensueño.

Pronto se casaron, y al poco tiempo le dieron un puesto en Tijuana, como jefe o comandante, no recuerdo, aunque para el caso da lo mismo. “Era el mero, mero jefe”, me dijo.

“Me trataba como reina, nunca me faltaba dinero para nada, y cada año me cambiaba el carro”.

¿De dónde sacaba tanto dinero este policía del estado, para darle ese estatus de realeza a la guapa sonorense? Es un misterio, porque no me atreví a preguntar.

“A las fiestas, siempre iba de lo más elegante, con sombrero y toda la cosa”.

¿Con sombrero? ¿En Tijuana? Esto ya me habría gustado ver –pensaba mientras la secretaría hablaba sin parar.

“Todos me trataban con mucho respeto, porque ¡yo! era la esposa del jefe”- me dijo toda orgullosa.

Pero los años pasaron y aparentemente para el judicial, su mujer tenía fecha de caducidad, porque pronto se buscó apuesta chamaquita, para reemplazar a la sonorense del sombrero en las fiestas.

Y como es de esperarse de una mentalidad machista carburada por la plenitud que da el poder, el judicial por muchos años no le dio el divorcio, aunque estuvieran separados desde que los hijos estaban en el kínder.

Además, cuidadito si a la sonorense se le ocurría andar de romance con algún guerco por ahí. No porque el judicial viviera con otra mujer, le daba derecho a la sonorense de andar de cusca por ahí, ella era una mujer casada y no lo iba a poner en ridículo.

Fueron años de amenazas, de dinero escaso y de coches viejos, porque ya no se lo cambiaba cada año como al principio de su matrimonio. Hasta que un buen día, la nueva familia del judicial empezó a crecer, y con los nuevos hijos, posiblemente perdió el interés en la sonorense y finalmente le dio el divorcio.

Cuando me contaba de la nueva mujer del judicial, la ex no perdía oportunidad de llamarla de todo, desde roba-maridos, hasta naca sin clase.

Yo nunca he entendido ese concepto de “naco o naca”, pero por lo que la sonorense me contaba, con desdén en momentos y hasta con coraje en otros, es que la nueva mujer no sabía hablar ni vestirse.

Seguramente su juicio sobre la nueva esposa del judicial, se debía a que no llevara sombrero a las fiestas del “jefe”, y que la sonorense en realidad era una radical opositora al “sinsombrerismo”.

Por media hora estuve escuchando a aquella mujer, hablar con el despecho de quien sigue enamorada, aunque juró y perjuró que el judicial no le interesaba para nada, que ahora tenía un nuevo novio que la paseaba por todos lados y que le había prometido llevarla a Europa tan pronto tuviera una buena excusa que darle a su mujer para desaparecerse por dos semanas.

Me dio tristeza, y a la vez impotencia no poder decirle a la sonorense, que repudiaba todo lo que tenía que ver con su judicial corrupto, y con la total desfachatez y ceguera con la que una mujer puede llevar una vida acomodada, sin tomar en cuenta que todo lo que tiene en su vida proviene de dinero mal habido, porque un salario de un judicial por más jefe que sea, no puede alcanzar para darle vida de reina a nadie.

Pero no era mi lugar emitir juicios ni impartir el catecismo feminista. Al final de cuentas, yo no había pedido sus confesiones, y por el bien de mi hígado, tendría que hacerme a la idea de que esa conversación jamás había tenido lugar.

No sé qué pasaría con la sonorense. Pero sí supe por los diarios locales que a su judicial lo dieron de baja en uno de esos breves espasmos de legalidad que de vez en cuando se dan en las policías de nuestro país.

Y lo que tengo muy presente de mi conversación con la sonorense, es que ni por un microsegundo vi en aquella mujer, ningún rastro de autocrítica ni de reflexión y mucho menos de repudio ante la evidente corrupción de su exmarido.

Me preguntó qué pasaría en México, si muchas mujeres en situaciones similares a la sonorense empezaran a preguntarse de dónde viene el dinero para sus sombreros.

Perfil del autor

Aprendiz de Madre, Malabarista del tiempo, Exiliada por Opcion, Cuestionadora de todo, Objetora de muy Poco, Activista de Closet, Escritora sin oficio.
Marga nació y creció en la ciudad de Tijuana, México. Actualmente radica en la ciudad de Pasadena, CA. junto a su esposo e hija de 18 meses. Es Licenciada en Comunicación egresada de la Universidad Iberoamericana, y comparte su tiempo entre vivir su maternidad a tope y escribir una columna semanal en su blog www.madresinsumisas.com.

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