El asalto, un cuento de Agueda Cabrera

Seguramente porque no era frecuente en esos tiempos y en esos barrios, el asalto de la escribanía nos traumó a todos.  Especialmente porque una de las protagonistas vivía al lado nuestro.  La Julia, su cuñada, desparramó la noticia el domingo entre todos los que pasaron a comprar en la panadería.  Se comentó en los recreos del colegio y su hijita, la Susi, la de primer grado, adquirió una rara fama, mezcla de lástima y asombro por la experiencia que protagonizó su
madre.

Ocurrió una tarde primaveral de noviembre, pocos días antes de que terminaran las clases.  Mariela,  vivía en un departamento horizontal, cuyo pasillo de entrada lindaba con mi casa. Estaba emparentada con casi todos sus vecinos inmediatos.  Era hermana del marido de Julia, la de la casa pegada a la de ella.  También era cuñada del andaluz.  Su hermana, la  gorda María, ocupaba al fondo, otro departamento.  El resto de los andaluces, habitaban arriba y
eran los padres de él y su hermana solterona.  Enfrente se hallaban los padres de ella, para cerrar el círculo.  A pesar de tanta protección familiar y de un buen marido, el flaco, ella era frágil emocionalmente.  Tenía dos hijitos, la Susi, de unos 6 años y un precioso bebé que no llegaba a uno.  Después de cada parto, se solía desestabilizar y por eso la internaban en una clínica que quedaba a pocas cuadras y que lucía como una casa normal, aunque todos sabíamos su verdadero uso.  La mujeres de la familia tomaban turnos para atender a los niños durante esas breves curas, para que el Flaco, que era colectivero, no faltara a trabajar.

Esa fatídica tarde, Mariela llevaba varios meses en casa y la familia había vuelto a sus rutinas.  Durante la mañana, llevó a la nena a la escuela y después de completar sus quehaceres hogareños, pasó por la escribanía para tramitar unos papeles del seguro de su esposo.  La oficina,  también en una casa, tenia una placa dorada con una sola inscripción comercial en la puerta.  Un par de muchachas dactilógrafas trabajaban allí, además del escribano y la recepcionista.

Mariela se había retrasado preparando comida para el mediodía y llegó  con poco tiempo.  Para colmo el escribano estaba reunido, así que dejó los papeles con la recepcionista, pagó por el trámite y prometió regresar a la tarde a buscarlos.  Apurada, con el bebé pesándole en los brazos, apenas alcanzó a llegar a tiempo para recoger a la Susi de la escuela. La encontró parada en la puerta, sola con la maestra y haciendo pucheros por su retraso.

El apurón y el incipiente calor de la primavera, además del peso del bebé y los reproches de la niña, la hicieron sentir exhausta y acalorada.  Por suerte había dejado el almuerzo preparado y se afanó en servirle de comer a los niños. Comió brevemente con ellos y la Susi se durmió frente a la televisión después del último bocado. Luego acunó al bebé un momento y los dos se adormecieron.  Al rato se despertó sobresaltada, pues se había quedado dormida y olvidó volver a la escribanía.

No estaba segura a qué hora cerraban y los dos niños dormían profundamente.  En su alboroto, calculó que si caminaba rápido y sin el bebé, recorrería las dos cuadras que la separaban de la casa, recogería los papeles y estaría de vuelta antes de que despertaran los niños.  Sin pensarlo dos veces, saltó de la cama, se calzó y salió con paso apurado.  Dudó en llevar su cartera y decidió que no, ya que el trámite estaba pago.  Esa decisión terminó salvándola de males peores.

Casi sin aire, con el cabello revuelto y llena de culpa por haber dejado a sus chiquitos solos, llego a la escribanía. Tocó el timbre, esperando escuchar voz de la recepcionista por el portero eléctrico.  En vez de eso, vio un ojo intenso que la observó por la mirilla y la puerta se abrió para que entrara.  Sin siquiera terminar de entrar le dijo al hombre que la recibió que venía a buscar un sobre, que el trámite ya estaba pago y que estaba muy apurada.  Él la miro con desconfianza y la urgió a entrar.

Ese fue el primer indicio de que algo andaba mal.  La ropa de él, su aspecto y su actitud en general no correspondían con su concepto de un empleado de ese tipo de oficinas.  Tampoco había rastros de la recepcionista. El teléfono estaba descolgado y el escritorio revuelto.  Mariela trató de superar la inquietud que la embargó.

No obstante, pensó que fuera lo que fuera, ella tenía que obtener su documento y volver urgente junto a sus chiquitos.  Le repitió al hombre que sólo venía a buscar un papel y que probablemente ya lo tendrían preparado.  Él,  ya en un tono impaciente, le repitió que se sentara y esperara. Ya la atenderían.

Mariela, nerviosa, no pensó tardar tanto.  Se sentó en la sala de espera y revolvió sus bolsillos en busca de un cigarrillo.  Cerca se encontraba otra muchacha como de su misma edad con un chiquito en brazos.  Tratando de despejar su ansiedad le sonrío al pequeño y notó que lloraba casi en silencio.  Entonces recién se percató de que la joven madre también sollozaba y que la miraba con cara de desconsuelo.  La desazón volvió.  Mariela se puso de pie y preguntó qué estaba pasando.  Entonces el mismo hombre que la recibió, volvió a asomarse, esta vez con un revólver en la mano.  Le indicó que se quedara tranquila y se sentara.

La visión del revólver plateado y grande la descolocó completamente.  La audacia con la que había preguntado se había desvanecido.  El cigarrillo temblaba en su mano y su mandíbula inferior se movía descontroladamente haciendo tintinear sus dientes.  Lágrimas calientes se escapaban de sus ojos y emitió un gemido profundo y bajo.  Se sintió incapaz de controlar su propio cuerpo. Por un momento le pareció que se iba a orinar de miedo.  Enseguida recordó a sus hijitos durmiendo solos en la casa y sintió que iba a desmayarse.

El hombre regresó, esta vez escoltando a la recepcionista y a otras dos muchachas hacia el cuarto de baño.  Le hizo una seña a ella y a la muchacha del bebé para que se les unieran.  La visión del revolver apuntando a sus prisioneras intensificó el temblor de sus mandíbulas y el tintineo de sus dientes se hizo más audible.  Ya allí, hallaron al escribano y a otro hombre de corbata.  Mariela tiró el cigarrillo y obedeció a los hombres de la escribanía que les indicaban que se pararan adentro de la bañera, en un intento de protegerlas.  A la señora con su bebé la pusieron bien al fondo para protegerla mejor.  Estaban muy cerca unas de otras y la intensidad del momento la hizo sentir falta de aire.

Afuera se escuchaban voces y pasos apurados.  Otro hombre de corbata  les rogaba que le devolvieran unos documentos que estaban adentro del maletín que le habían robado, argumentando que carecían de valor económico pero que eran importantes para él.  El asaltante abrió la puerta del baño una vez más y luego arrojó al protestón hacia adentro, le colocó la punta del revólver en la cara con tono amenazante  y le advirtió que se callara. Lo estaba poniendo nervioso. Otro de los asaltantes le gritó al escribano, preguntándole si esperaba hacer alguna transacción esa tarde.  Él lo negó y trató de calmar al que pedía los documentos.

Mariela observó todo a través de la cortina plástica de la bañera.  Si bien no podía controlar sus temblores, sus sentidos estaban totalmente agudizados.  Veía todo como una película en cámara lenta: los detalles de la cortina, las caras de sus compañeras de desgracia, los colores de las corbatas de los hombres y sobre todo el revólver plateado del asaltante en la cara del hombre que protestaba.  Era como si el tiempo se hubiera detenido dentro de la bañera.

Pensaba en varias cosas al mismo tiempo. Se mezclaban vívidamente las imágenes y los sonidos.  Pensaba en sus hijos y se arrepintió de haberlos dejado solos, pero por otro lado, se felicitaba de no haberlos expuesto a estos peligros.   De trasfondo, escuchaba las voces de las muchachas diciendo que les habían robado el sueldo cobrado ese día y también las alhajas que llevaban.

Entonces ella se dio cuenta por qué no le habían sacado nada. No llevaba su cartera. Sólo tenía una pulsera, que aparentemente los asaltantes no habían notado.  Vestía sus ropas de entre casa, así que los asaltantes ni siquiera repararon en ella.

No permaneció mucho tiempo en la bañera; pero durante ese lapso, algo se rompió dentro de ella.  Las voces y las imágenes que percibió en el momento, amplificaron su miedo como una radio a todo volumen.  Paralelamente su mente siguió trabajando en otros pensamientos.  Entendió vagamente que probablemente no moriría en aquellas circunstancias; sin embargo, la sola posibilidad de la muerte desató una serie de pensamientos relacionados con su vida presente, pasada y futura.

En abierto contraste con los nervios y el descontrol de su cuerpo, una parte de su mente evaluaba la situación con una asombrosa lucidez como un repaso general de su vida. Repasó mentalmente las facciones de sus niños e imaginó a sus hermanas y cuñadas criándolos.  Pensaba en el Flaco, joven y apuesto y quien seguramente volvería a casarse.  Hasta pensó con humor casi grotesco en esa muerte, baleada adentro de una bañera y  enredada con los cuerpos de sus compañeras de infortunio. Lo que más la inquietaba eran el futuro inmediato, sus hijos solos y el Flaco volviendo del trabajo a encontrarse con la sorpresa de su muerte.

Imprevistamente todo terminó. Se escuchó la puerta abrirse y ponerse en marcha un auto.  Antes de salir, el asaltante del revólver se asomó para advertir que nadie dejara el lugar por quince minutos, si querían vivir.  Mariela sintió que sus sollozos cesaron de repente y que todos sus sentidos volvían al presente inmediato.  Bruscamente, empujando a las otras muchachas, intentó escapar de la bañera.  El escribano y el hombre de corbata trataron de cerrarle el paso.  Ella, les explicó que no podía esperar, que había dejado a sus hijos solos.  Lo dijo como con vergüenza y culpa para que sonara aún más real.  Así que se escabulló entre los hombres y alcanzó la puerta.  Temblando, se asomó afuera para asegurarse de que el auto se había ido y entonces corrió desesperadamente las dos cuadras que la separaban de su casa.  En esa carrera, no veía las calles ni la gente, sólo pensaba en la distancia que la separaba de sus hijos, que parecía agrandarse a medida que se acercaba.

Encontró a los niños despiertos.  La Susi había asumido seriamente su rol de hermana mayor y había servido galletitas para ella y para su hermano.  Mariela abrazó a su bebé, que parecía lloroso y olía a orines. Sintió culpa por su negligencia, mezclado con un cansancio visceral.  La Susi miraba televisión sin entender qué le pasaba a su madre.  Varias horas después, cuando el Flaco regresó de su trabajo, encontró a Mariela con los ojos desorbitados abrazando a sus hijos y balbuceando en forma casi ininteligible la historia.  Él dudaba en darle crédito, dada su historia de problemas emocionales.  Se limitó a calmarla y la tomó en sus brazos.  Entonces Mariela rompió en sollozos incontrolables, se
desinfló como una niña y se orinó encima.  No creía que se hubiera salvado.

Si bien no la internaron esta vez, llevó meses reponerse del susto.  Temía salir y encontrarse con los asaltantes, sus caras grabadas y la seguridad de que ellos la reconocerían.  Despertaba cada noche atormentada por las pesadillas y
vomitaba casi todo lo que comía.  Las mujeres de la familia una vez más se tomaron turnos para llevar a la Susi a la escuela, hacer las compras y limpiar la casa.  También se turnaban para visitarla, consolarla y de paso ayudar con el
bebé.  Mariela contaba sollozando la historia una y otra vez, como una zombi, con los mismos detalles.  Describía sonidos, colores y todo tipo de sensaciones. Se hacía un ovillo en su cama jurando que jamás volvería a dejar a sus hijos solos, también repetía lo mismo cuando alguien quería escucharla mientras barría su vereda.

Tuve oportunidad muchas veces de escucharla y llegué hasta soñar con el asalto.  En el sueño era yo la que temblaba y entrechocaba los dientes y no salía por miedo a encontrarme con los asaltantes, la que corría enloquecida esas dos
cuadras interminables.  Desde entonces, todos quedamos marcados por el incidente,  tomábamos precauciones excesivas en todo y desconfiábamos de cada cara desconocida que se asomara en el barrio.

Con el tiempo, Mariela fue mejorando y poco a poco volvió a sus rutinas habituales, pero nunca fue la misma.  El Flaco la compensaba como podía y su familia tejió un círculo de protección alrededor de ella. Años después, durante una Navidad la visitamos.  Revisé un álbum de fotos con un recorte de diario, recuerdos que indicaban brevemente:  asalto a mano armada en una escribanía local.

Agueda Cabrera es una psicóloga argentina que reside en Los Angeles.
Muchos de sus cuentos relatan vivencias de su Lanús natal.

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