Buscando al Dr. House

A Hipócrates, in memoriam

“Y así los hospitales, las clínicas impecables,
y tantas veces salvadoras,
son el verdadero núcleo viviente de la ciudad (…)
Pero aquello con lo que no se contó,
aquello que de algún modo se decreta
que ofende a tanta pulcritud,
es como si no hubiera nacido,
y como si nunca más hubiera de nacer”

María Zambrano

*No quiso comer el trozo de pollo con maíz que le había servido, o fue antes cuando comenzó todo, la noche anterior, quizás. Pasaban la película El verdugo, una ficción que recreaba la biografía de un famoso verdugo, espeluznante filme que hacía morir una a una a las víctimas, ahorcadas. Creí que había sido la impresión de tantas muertes calculadas, juntas. Pero tampoco, fue antes, mucho antes, aunque no puedo recordar bien porque imposible creer que su corazón estaba tan destrozado y no había nada que lo delatase, ni un análisis, ni el criterio del clínico ante esa altísima lectura de la presión arterial, incontrolable, ni la rapsodia, casi cantaleta, de la geriatra, de que debía comer siempre a su hora, como en un cuartel, y desayunar, almorzar, cenar bajo la estricta disciplina de una dieta balanceada, aquel absurdo que no debía serlo en Holanda o Dinamarca, pero sí en Cuba donde era imposible conseguir algo para la primera hora de la mañana, porque la leche, la leche sólo cuando la mujer de la otra cuadra le avisaba que el señor que la vendía por la izquierda tenía, sólo entonces. Y bueno, lo demás como se podía. Entonces quizás fuera allí que todo comenzara, en el absurdo de un vivir tan irreal.

No quiso comer el pollo con maíz que le había servido. Ese es mi más nítido recuerdo. Fue para la cama y comenzó a arquear, como cualquiera que tuviera una ingesta, y así hasta la noche en que pudo vomitar, qué, no sé, algo en su estómago que se le revolvía. Y la fiebre, el mercurio que sube y anuncia que algo nefasto ya estaba ocurriendo.

La llevé al cuerpo de guardia en la clínica de urgencias. Allí la fiebre anunciadora siempre queda en algo intangible y abstracto como un virus. Qué tranquilidad, de ser cierto. Porque al otro día vino, imprevisto, el jefe de la guardia, alarmado ante una fiebre en un anciano, incalificable, pero que bien podía calificar en dengue. En Cuba el dengue, fuera de su estación, es decir, del brote epidémico, se hace sinónimo de inspector de salud pública chequeando los recipientes de agua y marcándolos con una cruz o un escrito que nunca he podido descifrar, porque uno tras otro lo escriben sobre el mismo cartel y no le he dado importancia, pensando que quizás, sean los mil nombres del mosquito que transmite el dengue. Ellos, los inspectores, luego se marchan buscando los vasos con agua de la devoción mirando hacia las paredes algún síntoma, cuadro, de alguna otra devoción que pudiera guardar otros brotes epidémicos de incalculable infección, aún más peligrosa. Luego se van.

Ante la cierta amenaza del dengue, vino el jefe de guardia, repito, a indagar. Le indicó —le imploré— un análisis de sangre. Negativo, todo bien; pero entonces vino el análisis de orina: denso y oscuro, raro y desagradable, dijo el técnico del laboratorio. Y allí, sí, fue allí que prosiguió todo, la desconexión con la realidad, el absurdo del desayuno, almuerzo, comida, el vaso de agua devoto en la pared, junto con el primer diagnóstico. Y la medicina, sí, la había, antibiótico. Cada seis horas durante una semana.

A los dos días, cedió la fiebre, la primera en asomarse, la heráldica fiebre avisadora de todo lo demás. Pero, ella, irónica, se asomó por otro lugar. No importa, la fiebre sube y baja, es cíclica, es como un resorte, me dijo un joven recién graduado de la Facultad de Medicina.

Regresé casi feliz, con la esperanza de que la fiebre, alguna vez, se cansara de subir y quedara quieta, cansada, baja en el lugar del equilibrio. Al otro día, sin cumplir los siete, mi madre se incorporó, golpeada por las brumas de la convalecencia. Caminó hacia el baño, autónoma, sin ser ella. Fue la primera isquemia en que se transformaba la fiebre anunciadora, para amenazar. Ella cayó y con torpeza pude sostener el cuerpo para que no se golpeara la cabeza. Ya en el suelo, protegida, la dejé para salir gritando a todo pulmón cualquier ayuda. Por suerte, pensé, vivía a media cuadra del hospital de urgencias, y una vecina fue a buscar al médico de guardia, o al ayudante, o quizás al recién graduado que estaría haciendo prácticas como interno.

Pero no podían venir a no ser que el enfermo hubiera muerto. La respuesta me golpeó por lo absurda: para ayudar a mi mamá desmayada tendría que esperar a que muriera. Estaba segura de que no había muerto, la sentía respirar, tenía la esperanza de sentirla respirar. Mi vecina, que por muchos años había vendido dulces a toda la cuadra y hasta más allá de las manzanas aledañas, convenció, con sus artes ya experimentadas del comercio, al que estaba de guardia que, por más suerte, fue el primer médico diagnosticador. La levantamos y la acostamos, ya salida de su inconciencia, para escuchar, con gran tranquilidad, que no había sucedido nada que nos pudiera asustar, más bien era algo común en los ancianos lo de los desmayos por falta de oxigenación en la cabeza, además, los síntomas vitales estaban bien, y salvo un soplo que se escuchaba en los pulmones, todo estaba en orden.

Al otro diagnóstico se unió el de una sepsis pulmonar, una neumonía que, de tan nítida, no hacía falta verificar con radiografías. Para más suerte, había en la farmacia penicilina que se uniría al otro antibiótico. Nada para alarmarse.

Comenzamos a ir diariamente al cuerpo de guardia de urgencias. Si iba antes de las 8 de la mañana, podían atenderme las enfermeras y no hacer caminar a la convaleciente más de seis cuadras. Ya luego, y hasta las doce, debía ir a la posta médica que me correspondiera. Bueno, la que me correspondía la habían cerrado, la más cercana no tenía médico, averigüé, sí, ahora era un trío de casitas, alguna estaría abierta, pero claro, cuando pude averiguar ya habían transcurrido más de tres días. Lo otro, coordinar con la enfermera de la posta correspondiente para cuando hiciera terreno pasara por mi casa a inyectar a mi mamá, claro, a la hora exacta pues si no el antibiótico no le haría efecto.

La enfermera de la posta correspondiente no estaba siempre, y creo eran varias manzanas las que debía atender. Finalmente averigüé su dirección, pero ya había permutado. El día antes de vencerse los diez de tratamiento de penicilina, supe finalmente dónde vivía. Al menos ya lo tenía adelantado por si había que reincidir en el procedimiento. Para la fecha, ya había hecho buenas migas con el team de enfermeras, gracias a los consejos de mi amiga dulcera, y pude vencer el tratamiento. El de las inyecciones y el de las enfermeras, al menos.

A la semana había surgido otro cartel que anunciaba un cruce de senderos. A mi mamá le dolía el pecho. Volví a ver al clínico, que sabía de sus lecturas excesivas de presión, y la conectó a un monitor que vaticinó una nueva dirección a su enfermedad; fibrilación auricular. No entendía mucho pero los cables y los sueros impresionan más que una simple aplicación de antibiótico. Logró, a duras penas, adecuarle la pulsación a su mejor lugar. Podría ser, me comentó, que una anemia le estuviera provocando el mal funcionamiento cardíaco y la poca sangre que le circulaba hacía que sus riñones funcionaran también mal, o era al revés, que sus riñones invadían de sangre impura sus venas y le llegaban al corazón ensuciando los conductos, o quizás fuera antes, antes del desgano y el pollo con maíz, o en ese momento, en que su organismo se rindió ante algo que no era lo correcto. Por lo pronto, me aseguró el clínico, debía comprobar el diagnóstico de anemia, y entonces subir los índices de hierro con medicamentos.

Pero no sabía cuán difícil era diagnosticar los índices de hierro, o de algún otro componente en sangre, pues para eso había que enfrentarse a la dificultad de que no hubiera el reactivo necesario para el análisis, el que, por supuesto, sólo se pudo realizar a medias. Y el socorrido conteo de hemoglobina no pudo hacerse de una primera vez. Ante eso llamé a varias clínicas cercanas a mi casa, a fin de hallar, ya no sólo el reactivo sino la persona capaz de condolerse ante mí, y pasara por encima de la infeliz situación de que, aún a pesar de que no fuera el centro hospitalario al que pertenecíamos, pudiéramos acudir a resolver el sencillo conteo de hemoglobina.

Allí fue donde descubrí, luego de tantos años de remozamiento, el hospitalito de Santos Suárez, ahora brillante de pulcritud, y donde tiempo atrás, cuando vivía en los límites de su circunscripción, acudía. Allí ocurrieron varias historias. Pero esta es otra.

Esta, la de la nueva infamia, prosiguió en aquel remozado hospitalito donde mi mamá comenzó a desfallecer. De inmediato la atendieron en el cuerpo de guardia, y fue entonces cuando por ver primera escuché las palabras “digoxina” y “amiovarona”, que traerían, en lo sucesivo, tanta confusión. Allí los médicos le pusieron una dosis bastante alta, en vena, del segundo de esos medicamentos, y le dieron el alta con la continuidad de un tratamiento. Por ser una enfermedad cardiaca, ante la cual se agudiza la precaución, pregunté al clínico cuál sería el proceder, pero él me cambió la dosis por una menor, una sola cápsula diaria. Al otro día, sin perder tiempo, me encaminé al hospital de Cardiología, también remozado en muchas de sus salas y, eso sí, con muchas, muchas camillas y sillones de ruedas, aunque, muy previsores los paramédicos, pedían un carnet de identidad a cambio del uso de uno de aquellos móviles.

Entré a la sala de guardia, donde fui atendida por un joven médico quien, casualmente, había sido alumno del clínico del hospital de urgencias de mi localidad: me sentí segura, como en casa. El joven galeno, quien le hizo muchas pruebas, le impuso un tratamiento donde también aparecía la amiovarona, pero con una dosis inferior, de dos al día. Ya me impacientaba por la diversidad de la dosis de tan peligroso medicamento, que más contraindicaciones que efectos aliviadores tenía. Esta vez acudí al geriatra vecino, quien me dijo que le diera la pastilla una vez cada doce horas.

Resumiendo, en menos de veinticuatro horas, el medicamento había sido recomendado en las siguientes dosis: cada seis horas; una vez al día, dos veces al día, y una vez cada doce horas. Tan confundida estaba que opté por hablar nuevamente con el clínico quien, en definitiva, era al que mejor conocía. Este vio que mi mamá no mejoraba ni con los tratamientos de cardiología, ni con la medicación de su proceso infeccioso y, mientras tanto, perdía cada vez más fuerzas, y más. Y más. De manera solidaria, y comprendiendo que ya el caso salía de sus manos, en otras palabras, plenamente consciente de que era hora de no improvisar más, habló con un médico amigo suyo, opción válida para conseguir una cama en algún hospital, e ingresamos a mi mamá.

Justo es decir en este momento, que el vecino geriatra, subdirector de una digna y prestigiosa institución de la Tercera Edad, me había prometido, no, casi conminado, días atrás, ingresarla allí, donde sólo hubiera necesitado señalar con un dedo alargado —sin tan siquiera decir la palabra home— la cama escogida. Pero no lo hizo. Ante la gravedad de mi mamá y el severo deterioro que sólo la sagacidad de un médico podía ver con claridad, me dijo que había una notoria mejoría y ya no era necesaria la hospitalización. Sagacidad ética o estadística, he ahí la cuestión, que aún discierno, que aún quedo por deducir y conocer.

Al otro día, a cinco de su entierro, fui con mi mamá, colmada de esperanzas y de satisfacción, al hospitalito. De nuevo al brillante hospital de mi comunidad. Nos recibió el médico amigo, que ya nos conocía por nuestra incursión en la sala de guardia, y sin perder tiempo nos llevó al saloncito de exámenes de cardiología (nunca supe que existía) para realizarle un ecocardiograma. De un modo tan sencillo, tan práctico y eficiente de haberse llevado a cabo semanas, meses, años antes, se echó en un sofá, y con un aparatito como el que se usa en los ultrasonidos, el especialista pasó una y otra vez aquel accesorio que develaba una verdad maltrecha, un corazón consumido, estrujado como mi mamá, en aquella salita donde no cabía su silencio.

El médico me mostró el deterioro, pero lleno de bríos me dijo que todo tenía solución, y que en poco tiempo estaría ella, mi mamá, mi mamá marchita, haciendo mandados y en las colas de agromercados, y no sé, creo que gritando de felicidad en una carroza de asuntos domésticos, botando todas las amiovaronas que nos sobraran de aquel período tan fatal. Pero ya el tratamiento era otro; para entonces el cardiólogo había recomendado la digoxina, la que no era del gusto del clínico, pero sí del geriatra vecino, aunque tampoco gustaba al médico de guardia.

Pero no había tiempo para la encuesta médica, y el cardiólogo del hospitalito, atinado, o mejor dicho, objetivo y pragmático, debió haber pensado lo mismo, y no sólo por la encuesta sino por el riesgo de fallar. Con nuevas indicaciones sobre el mismo y, tan fallido, tratamiento, mi mamá ingresó un martes, en el mejor cuarto de la sala de medicina, adonde, cortésmente, nos había conducido el director.

No obstante las bondades y bellezas del cuarto, no precisamente son esos detalles los importantes en un hospital, con mucho que sobrellevan la estancia del paciente, sino más bien, la pericia del médico en abordar prontamente la situación mórbida, la atención al enfermo que, en la más completa inocencia de su propio mal, se entrega a él. Es la primera ley, la relación del médico con la persona que será, desde ese momento, su paciente. Pero no fue grato el cumplimiento de esa primera ley. La doctora encargada de la primera revisión, y de imponer el tratamiento diario, vio los primeros indicios de una pérdida de tiempo: no era ese el lugar, no era ese el cuarto, ventilado, agradable, amable, el sitio preciso donde debía estar mi mamá, no era su tiempo ya. Yo no podía calcular aún lo que se avecinaba.

Porque si ese no era el lugar, cuál sería, dónde estaba, en el engranaje magnífico de aquel sistema de salud, el eslabón donde debía apoyarme, para que mi mamá lograra los beneficios que su larga vida de trabajo, de carencias y privaciones, había acumulado, y se viera, al menos, retribuida, respondidas las preguntas que día a día se hiciera en su mal vivir, de acuerdo con esas prebendas y satisfacciones que, decían, gozábamos en nuestra sociedad, y le correspondieran, al menos, al final. Dónde encontrar ese poquito de derecho que nos pertenecía y permitía vivir con dignidad, al menos, al vivir la enfermedad.

Eso creía, eso creí. Confiada estaba en el lugar que pensé era el apropiado, donde yo tenía derecho a estar. Pero no siempre aquello que pensamos es lo real. La doctora, en su desagradable actitud, fue quien sacudió mi ilusión y me hizo probar la realidad en toda su crudeza. No obstante, se le puso un tratamiento medicamentoso. Más antibióticos, de segunda o tercera generación. Los últimos, los imprescindibles, no estaban allí, en el hospital de la comunidad. Habían quedado bloqueados en algún recodo de esta historia.

El tratamiento, a todas luces, no era el adecuado, o ya el organismo de mi enferma no aceptaba más confusión, ni seguir siendo una probeta graduada. Hablé con el director de la sala de guardia, el médico amigo del clínico. Pero ya la cadena de amigos se acababa con él, ya no conocía ningún otro que cumpliera el engranaje que no cumplía el sistema de salud. Sí, debía estar en un centro especializado. Cuál, pregunté. Fue, quizás, una de mis más inocentes preguntas. ¿El de cardiología? Sí, debía ser ese, también había preguntado al cardiólogo joven que nos atendió aquel día. El dijo que sí, pero que no podía ingresarla, que nos buscáramos un médico amigo.

Fue el momento en que me pesó no haber estudiado medicina, mis amigos, libreros, escritores, editores, personas inmersas en papeles, nada podían hacer. ¿A quién acudir? El clínico sólo conocía al director de la sala de guardia, y todas las ayudas se quedaban en ese, el nivel primario de salud que, veía, sólo resolvía, quizás, el análisis rutinario de hemoglobina, o una placa de pulmones, o un tratamiento de pastillas llegadas por donativo en grandes cantidades (de ser en pocas, tropezarían a otro nivel). ¿Qué hacer? Y claro, pensé en lo reiterativa de aquella pregunta sostenedora del andamiaje teórico del socialismo, porque cómo si no fue la base de toda una tesis de Vladimir Ilich Lenin. Y ahora, largos años después que él, todo un precursor, yo, en un hospital del socialismo en marcha, me la volvía a hacer. Pero no tenía tiempo para ensimismarme en abstracciones filosóficas de otro nivel; yo estaba en el primario, el básico, el que pone de frente a la vida y a la muerte, como única ecuación a resolver. El médico no sabía cómo resolverla, y entonces me di cuenta que debía hacerlo por mi propia iniciativa.

Fui al teléfono de la sala y llamé a un amigo, un alto amigo. El, a su vez, contactó con alguien que tenía en sus manos el privilegiado poder de buscarme una cama en una sala de terapia, intensiva, intermedia, cualquiera serviría. Ya era miércoles, faltaban dos para el entierro. Pero mi tiempo era entonces tan sólo infinito, confiado en su cuarta dimensión, invisible e inaudible como siempre es. No se sentía su ruido, ni su prisa. El tiempo, él sí, sabía que se consumaría en un momento, ese que yo no podía ver.

Esa noche acerqué mi cama a la de mi mamá y tapié los costados para que no se cayera. Mi cama, sin sábana ni colcha, sin atenciones, estaba próxima a una ventana. No sé por qué la noche se hizo tan bella, tan silenciosa, cercana a las estrellas que me hablaban sin yo entenderlas, sin ver más que su belleza. Era la más bella noche, la última a su lado. Quizás por eso alguna intuición me hizo apreciarla, aprehenderla más.

Al otro día esperé a que llegara mi sustituta, una prima de mi mamá que me ayudaba y que se quedaba a cuidarla mientras yo daba de comer a los perros y atendía, como podía, su casa. Salí temprano para el Hospital de primer nivel donde trabajaba el médico de la sala de terapia. El había dejado el recado de que sólo faltaba que yo explicara las características de la enfermedad para encontrar la cama justa, la sala adecuada, los medicamentos que ya estarían esperando a la paciente.

Ante mí se presentó un cuadro familiar, y vi cualquiera de esos muchos hospitales donde los médicos, al superar obstáculos como ríos crecidos, montes agrestes, montañas, reptiles venenosos, atienden a sus pacientes, con las batas tan blancas, limpias y ceñidas como los sombreros de aquellas películas de cowboys que nunca caían ante las inapropiadas emboscadas enemigas. Y así, envanecida como en un largometraje de ficción, fui a buscar al doctor. No se encontraba en su oficina, no se encontraba en su Centro de Salud, no atendía el veep, no dejaba señales en su teléfono. Sería el recado mal entendido. Volví a llamar a mi amigo, y las palabras volvían a ser claras: él me esperaba. Pero dónde. Subí y bajé los pisos de aquel Gran Hospital.

Por casualidad entré en una sala de cardiología que de no ser por un médico encontrado, que me dijo que lo era, no lo hubiera creído así, pues la sala tenía todos los equipos requeridos, la limpieza y pulcritud anunciaban las normas más atendidas para su condición de sala de gravedad, pero no aparecía por ningún lugar un enfermo. En ese momento, pensé en nuestra mala suerte, pues al parecer la única enferma del corazón en el país era mi mamá, y entonces, más inocente aún, creí que toda la sala de cuidados le pertenecía, todos los facultativos de ese grandioso hospital, le cuidarían. Pero no era así, me espetaba el médico. Los ingresos los ordenaba un especialista de allí, por consulta. No había tiempo para consulta, yo buscaba a una persona que ya me esperaba, que ya sabía lo que tenía que hacer.

Debía regresar a mi hospital. Debía volver con mi mamá, a la espera de que al otro día apareciera el médico intensivista. Cuando llegué, sus ojos se alegraron, como si aún viviera con mi propia vida. Pero debía dar la comida a los perros. Aun en su desvalimiento, le preocupaba su perro, abandonado en la casona triste, sin ella. Ella quería un refresco de cola, estaba totalmente estragada por los medicamentos, y sin suero que calmara su sed. Le prometí a la vuelta traérselo. Al poco tiempo, ya en mi casa, me llamó nuestra prima para alertarme de que ella no se sentía bien, que fuera para allá, pero sin apuro, pues no había gravedad. Por supuesto, salí corriendo. Y llegué, tan sólo para comenzar el conteo final. Allí estaba una ambulancia que alguien había llamado sin preguntarme siquiera. Subí con los mismos camilleros.

La médica de guardia, ante una inminente gravedad y ante el deterioro de salud de mi mamá, que era el enfrentamiento a su ineptitud, a la falta de condiciones del hospital, a la falta de una sala de terapia para casos de agravamiento, que era también el miedo a enfrentarse a una posible defunción, o lo que es lo mismo, a una estadística negativa para los parámetros de hospital vanguardia libre de enfermos (y ante eso, leninistamente, qué hacer), ordenó su traslado para el Hospital Central. Nunca supo, o sí lo supo y no le importó, que su firma conllevaba una sentencia de muerte.

Ese, el Hospital Central, donde había visto morir a casi toda mi familia, desde mi adolescencia, y que ya se erigía como el emblema del hospital que nunca debe ser, nos acogió, ya en el atardecer. Creí que nos llevarían a alguna de las salas de terapia, pero los camilleros se rieron de mi credulidad: aquí no hay sala de terapia. Y entonces a qué venimos para acá, si hay menos condiciones de atención que de donde venimos. Nadie respondió, porque ya me encontraba en el averno, donde las palabras pierden su sentido y sólo queda esperar la condenación.

Me recibió el Jefe de Guardia, casualmente, vecino de mi mamá, pero no por eso esmeró alguna amabilidad. Ya de lejos, comencé a sentir una mirada sarcástica, el Ojo del Dragón abría los párpados para que yo le mirara también. Pero yo apartaba mi rostro de su desfachatez, y aún esperaba por el milagro. Pero ya no había tiempo, ya no cabía en el estrecho intervalo que quedaba a su vida, ni para un pequeñito milagro.

El Jefe de Guardia dejaba asomar su propia sorna, y su primer sentimiento demoníaco: la soberbia. Por un golpe del Diablo mi mamá sucumbió, por toda la torpeza de un vanidoso hombre disfrazado de curador de cuerpos, mi mamá entró por el largo corredor de su muerte. Le ordenó algunos exámenes que ofrecieron la falsa imagen de una compensación, un equilibrio que yo sabía, era el síntoma del primer engaño. Conminé, casi supliqué a aquel médico, que pusiera a la enferma en una sala de cuidados intensivos, o intermedios, cualquier lugar que ofreciera las condiciones por las que había sido expulsada del pequeño paraíso incierto del otro hospital. Pero no me oyó, enredado en su prepotencia. Fue entonces que leí su propio tratamiento, tan desfasado del anterior, tan en disonancia.

Mi mamá comenzó, a pocas horas de su condenación, un tratamiento que la descompensó, o ya venía descompensada y nadie me lo decía, o ya venía muerta, y yo cuidaba su aura aún llena de su cuerpo, aun sin desprenderse, lleno de su poca vida, de su olor agarrado al mío. Pero yo no lo veía, ella no me dejaba ver. Me senté a su lado, y me sentí libre de hacer lo que quisiera. La desprotección que encontraba en aquel hospital, me daba ese derecho, el derecho a la libertad de elegir en medio del total desamparo el lugar adonde quisiera ir, a salir de aquel estercolero, de huir como una sombra con mi mamá a cuestas. Tomé la mano de mi mañana y le juré que al otro día nos iríamos de ahí. Y sí, nos fuimos. Estaba a unas pocas horas, no más, de su entierro.

Mi enferma tenía sed, y le busqué un jugo que le había traído, pero súbitamente le entraron deseos de orinar. Fue tropezarme con la angustia, porque no apareció en toda la sala de guardia del Hospital Central, una cuña, imprescindible para casos impedidos de valerse por sí mismos. Busqué afanosa el artefacto requerido, o una silla de ruedas para llevarla al baño, o algún bacín. Recordé que traía un jarro para el baño y la incorporé, como pude, para que pudiera orinar. Después, la dejé sentada en la cama, pero al regresar, vi en su expresión los vestigios de su primera fuga. Mi mamá ya se iba, ya su conciencia había perdido su razón de estar. Desesperada llamé al médico, abrazada a su cuerpo medio ido, queriendo apresar con mis brazos su vida que, cansada, se escapaba ya.

Una acompañante salió en busca del Jefe de Guardia. El recostó su cuerpo, y la auscultó. Y fue entonces, al escuchar la palabra que casi susurró, sin convicción, con la frialdad apabullante de la abulia, que comprendí el sentido del gerundio, un tiempo que se estira, que se puede tomar con las manos, estrujarlo, avasallarlo, pero que, aún en la duración de una eternidad, se va.

Está falleciendo, dijo el médico. Y el iendo se convirtió en la espera más atroz, que es la de divisar un presente, impasible, que ya no tenía sentido, que se convertía, poco a poco, en un pasado ineluctable, con la enorme impotencia de saberse nada ante el tiempo, el consumido, el ya marcado, y ante el cual, hasta la perversidad y prepotencia del médico, sucumbía como nada.

¿Qué hacer? Ya la pregunta no tenía sentido. Ni tenía sentido cualquier fuerza sacada del fondo de mí para enfrentarme al dolor de no poder. De ya no tener sentido el poder hacer algo. Ya no poder. Ya no sentir. Yo, pasiva, impedida, atada, ante el gerundio atroz, el tiempo eterno que se llevaría, más tarde o más temprano, su vida, que no se hacía presente de morir, sino que moría, ante mi vista, con sólo la impotencia de la Nada, ante el tiempo y ella, su muerte lenta.

Qué miraba, a mi mamá viva o a mi mamá muerta. Nunca supe cuándo fue el momento en que el gerundio dejó de ser y dio paso al indicativo de no serlo. Nunca supe cuándo ella se fue. Sólo veía al Médico, apresado en su propia embriaguez de vergüenza profesional, sin otro sentimiento de aquel de perder una apuesta.

Me vi pequeña, disminuida, insulsa ante la enormidad de la Muerte, sin poder precisar cual de sus feas esquinas aprehendía con mayor veracidad. Pero sólo en mi mente me asaltó la soledad. No la mía, sino la de la ella. La Muerte hace eso, divide, aparta cercena. Ya mi mano en la suya no significaba más que apresar un pedazo de cuerpo, pero ya no estaba ella. Y queriendo entrar para siempre en la fuerza del gerundio, en el muriendo, le hablé al oído, para decirle que estaba con ella, que no se iba sola, y que yo la ayudaba a bien morir. Qué más podía hacer. Nada.

No sé por qué, entonces, pensé en estirar el tiempo infinito de un proceso que nunca supe bien cuándo comenzó, un muriendo que pudo haber empezado aquel domingo, cuando no quiso comer el trozo de pollo con maíz, o cuando se desmayó sin que nadie pudiera decirme por qué, o cuando burló todo tratamiento, o cuando me decía que no tenía dolor, pero que se le iba la vida. O cuando yo no pude encontrar a un doctor que me dijera de qué moría, lo que ella tan sola conocía.

Será que aún me aferro al espacio infinito del gerundio, a su probabilidad, a la creencia de que en ese tiempo elástico, inasible, encontraré el error, el eslabón errado de la cadena. Y entonces encontraré al médico que hurgue en lo imposible, que recuerde que esa persona enferma es su responsabilidad, y que sus decisiones son el hilo en que pende su vida.

Perdida en las razones tan ocultas del ars moriendi, hundida en los entresijos de un gerundio que palpo y destrozo buscando en su misterio recóndito cualquier posibilidad, y sin otra esperanza ya, que su respuesta, ando buscando al doctor House.

La Habana, julio de 2008

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Relato testimonio extraído de la vida real de su autora

Ivette de los Ángeles Fuentes de la Paz (La Habana, Cuba). Doctora en Ciencias Filológicas (1993). Obtuvo Diploma de Estudios Avanzados por la Universidad de Salamanca (2002) y Grado de Salamanca (2003). Labora actualmente como investigadora titular en el Instituto de Literatura y Lingüística “José Antonio Portuondo”, en La Habana. Directora del Centro de Estudios Arquidiocesano de La Habana (CEAH) y de su revista Vivarium. Fue Consultora del Programa de Diálogo Intercultural e Interreligioso de la Oficina Regional de Cultura para América Latina y el Caribe (ORCALC), de la UNESCO. Miembro del Ateneo de la Crítica, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), de la Sociedad Económica de Amigos del País (SEAP) y de la Unión Católica de Prensa (UCLAP). Ha publicado numerosos artículos especializados en revistas nacionales y extranjeras, además de libros de ensayo; entre los más recientes se cuentan: A través de su espejo (Sobre la poética de Eliseo Diego, 2006); La incesante temporalidad de la poesía. (Sobre el concepto espacio-temporal en la poética de José Lezama Lima, 2006); y La cultura y la poesía como nuevos paradigmas filosóficos (2008). En colectivo de autores ha publicado, entre otros títulos: Filosofía, teología, literatura: aportes cubanos en los últimos cincuenta años (1999) y Cuba. Poesía, arte y sociedad. Seis ensayos (2006). Ha obtenido diversos premios y reconocimientos literarios.

2 comentarios

  1. He tenido que hacer un esfuerzo enorme para terminar de leer el desgarrador relato de la escritora Ivette Fuentes, porque yo tambien perdi a una hermana debido a las multiples deficiencias de la tan cacareada ciencia medica en Cuba, y la falta de
    humanidad del sistema politico que rige, domina, abusa y lleva cincuenta anos mintiendo al mundo ignorante de la realidad de como vive el pueblo cubano. Ivette, yo he sentido tu dolor, pero no entiendo como una mujer de tu estatura espiritual, de tu inteligencia, de tu capacidad intelectual puede aceptar el desvivir DIARIO en nuestro amado pais. Perdona mi franqueza, pero yo tengo mis tres muertos alla, y nunca me consolare pensando en los anos de hambre, miseria, enfermedad y maltrato que sufrieron. Dios bendiga el alma de tu querida madre y te ilumine para salir del infierno en que vives. Desde mi corazon.
    Carmen

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